Una tarde de calor, mientras pedaleaba las calles marrones, el cordón suelto de su zapatilla derecha comenzó a enroscarse en el eje de la rueda. No lo notó.
En silencio, rápido, ella seguía.
Sólo cuando el cordón tiró con fuerza de su pié, se dió cuenta, y supo que sólo podía tratar de caer lo más suave posible. Pero el tobillo se interpuso entre el esqueleto de la bicicleta y los pedales, y las coronas cortaron su tendón.
No tardó en gritar de dolor mientras la velocidad acumulada se derramaba en 1, 2, 3, 4 metros...
La piel de sus brazos y su torso semidesnudo se hacía jirones
rascando la superficie de tierra y piedritas.
Cesó el impulso.
La bicicleta enclenque a unos metros con una zapatilla destrozada enroscada en los pedales, manchada de rojo oscuro.
Tierra seca arada superficialmente.
Un espeso olor a desesperación.
El sol y el dolor aturdiendo la nariz y los ojos,
las tetas le sangraban...
Nunca más se subió a una bicicleta,
hasta que lo conoció a él.
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